El amanecer

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Asi quiero que amanezca mi vida todos los días

martes, 31 de mayo de 2011

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THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 40, 2008.

ÉTICA DE LA COTIDIANIDAD

Rafael Alvira. Universidad de Navarra


 

Resumen: El artículo parte de la consideración del Dasein heideggeriano como temporalidad.

El Dasein puede ejercer su existir de modo auténtico o inauténtico. La inautenticidad del existir lo sitúa en la cotidianidad.

La metafísica heideggeriana anula la posibilidad de pensar éticamente la cotidianidad. Felicidad y cotidianidad son en este planteamiento excluyentes. En el artículo se argumenta, por el contrario, que la única manera de existir auténticamente es el ejercicio de la ética de la cotidianidad. Ello requiere una interpretación del tiempo y la temporalidad diferente de la heideggeriana.


 

Ha sido seguramente el uso central que Martin Heidegger hizo del concepto de cotidianidad en Ser y Tiempo, el factor determinante de su integración en el lenguaje filosófico. La analítica del Dasein -del ser que

comparece en cada hombre- heideggeriana se acerca al estudio del existir con una mirada profunda, que quiere "ejercer" un pensar que se pretende anterior a todo explicar objetivo o a cualquier introspección subjetiva. El Dasein es ser-en-el-mundo y es temporalidad. No es en el tiempo, ni tampoco temporal en el sentido de pasajero, sino que el corazón de su existir es temporalidad. Pero el Dasein puede "ejercer" su existir de modo auténtico (eigentlich) o inauténtico (uneigentlich). La "caída" (das Verfallen) en lo inauténtico lo sitúa en la cotidianidad en el sentido más estricto. Lo cotidiano es así lo durchschnittlich, lo "mediano".

Autenticidad e inautenticidad son modos de ser. Vivir inauténticamente no es, por tanto, ninguna falta moral, pues nada nos obliga a salir de esa

situación. La cotidianidad es el paralelo heideggeriano del olvido platónico, sólo que sin implicación ética alguna. En efecto, la ética –a diferencia de la mera descripción etológica del comportamiento- se basa en el deber, lo cual a su vez, implica la aceptación libre por parte del ser humano de que ha de aprender a hacerlo y ha de hacerlo. Aprender a obrar bien, es idéntico con la adquisición de la virtud, y ser virtuoso supone un salto sobre no serlo, salto que nos coloca –como suele expresar el pensamiento clásico– en la perfección o en la "divinización". Con esta última palabra se quería expresar precisamente que el virtuoso había trascendido el tiempo, y se había hecho –de ese modo– dueño de él. Sólo es posible adueñarse de algo desde un más allá de ello, por lo cual el virtuoso estaba instalado en la eternidad propia de los dioses.


 

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Está bien claro que el concepto de deber, en el que se fundamenta la ética, no tiene sentido más que desde la realidad del límite. Si no hay un

más allá entendido como lo que "está al otro lado", y cuyo posible alcance implica por tanto dar un salto, no tiene sentido que intentemos cambiar de modo de ser para pasa a instalarnos a ese otro lado. El más allá entendido sólo como pura prolongación indefinida de una realidad –lo que Aristóteles llamaría "aquello que nunca acabarás de recorrer" o infinito material– no puede fundamentar ninguna ética, pues en lo indefinido, indeterminado o infinito material nada me obliga, porque todo es posible: no hay límite. Pero, sobre todo, al no poder abarcar, tomar en su unidad, la realidad, no puede ser libre frente a ella. Lo que no domino no me obliga más que materialmente, o sea, simplemente me condiciona. Es decir, que el ser sólo es libre frente aquello a lo que trasciende. Y es tanto más libre cuanto más lo trascienda.

El deber es, en este sentido, una realidad compleja. Caer en la cuenta de que debes hacer algo implica que lo transciendes, pero que te des cuenta no implica necesariamente que te decidas a hacerlo: precisamente porque trasciendes puedes decidir no hacerlo, bien por debilidad del conocimiento o de la voluntad, o de ambos. Dicho en otros términos: está en la mano del ser humano el ir o no ir más allá de donde esté, "más allá de sí mismo" en términos pascalianos, para "llegar a ser él mismo". Ahora bien, de la forma más radical esto implica la relación con la propia vida tomada en su conjunto.

Ser plenamente libre supone también y de manera central, el dominarse

a sí mismo. Pero ello sólo es posible si soy capaz de captar y trascender mi límite.

El límite de mi vida parece ser la muerte. Ante ella, se pueden adoptar

varias actitudes. Una es olvidarla: vivir en ese man (se) al que se refiere

Heidegger, que se corresponde, a su modo, con el "olvido de mí" agustiniano o con la ignorancia de sí mismo socrático-platónica. Ese "olvido" te hace vivir en la superficialidad, en el puro estadio estético kierkegaardiano, en la existencia como vacío, a la que también están abocados los que tienen una consideración meramente objetivo-científica del ser humano. Esto último, en el fondo, es otra estrategia del olvido. Otra forma es confiar en un Dios creído que me dio la vida y que me la volverá a dar; pero si se trata de un "mero confiar", no se pone nada propio para superar el límite, y al no estudiar la muerte, no puedes conocer la propia vida, y, por consiguiente, tu fe es puro empecinamiento voluntario e inseguridad radical.


 


 


 

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Heidegger considera que sólo quien sabe que es un ser para la muerte y lo sabe porque es capaz de angustiarse ante ella, puede vivir auténticamente.

Hay aquí de nuevo una transposición en términos fenomenológico existencial-temporales del memento mori cristiano o de la tesis platónica según la cual el filósofo (o sea, el que de verdad se conoce a sí mismo) no deja de reflexionar sobre la muerte. Lo que la muerte provoca al hombre auténtico heideggeriano, es Angst (angustia), es decir, conciencia de finitud.

Estrechez de ánimo, por tanto. Como existimos fundamentalmente hacia el futuro, –el futuro tiene preminencia, según Heidegger–, darnos cuenta de que se nos acabará ha de producir necesariamente sensación de estrechez, de angostura: la vida es pequeña. Pero es sorprendente que si el Dasein es temporalidad se angustie por su pequeñez. Sólo desde la conciencia de un más allá podríamos tener esa vivencia. ¿Es que ese más allá es puramente "imaginativo"? Si lo es, entonces ciertamente el Dasein es una tragedia constitutiva: no puede hacer otra cosa que sufrir u olvidar. Cabe aquí recordar, como contraposición, la tesis de San Juan de la Cruz: "fuera de Dios, todo es estrecho".

La cotidanidad entendida como medianía y pérdida en lo "impersonal" se conecta necesariamente con el aburrimiento. Éste es en realidad una desesperación encubierta. La angustia es el estado del que, en el fondo, no se resigna a la desesperación. Si se resignara ya no sufriría, sino que queda ría simplemente invadido por la más profunda tristeza y querría quitarse la vida. En ese sentido, el aburrimiento es –desde el punto de vista ético– más peligroso que la angustia, precisamente porque es una estrategia de inmunización para no desesperarse, pero una estrategia mal planteada, que no puede dar resultados satisfactorios. Por eso, va unida a la búsqueda de entretenimientos, de diversiones, que lo único que pueden lograr es sacarnos momentáneamente –y, en el fondo, de modo aparente– de ese aburrimiento.

Tanto éste como la diversión, son siempre estrategias de olvido de la desesperación de fondo. Tomás de Aquino sostenía que la desesperación no es el pecado objetivamente más grave, pero sí el más peligroso. Por eso Kierkegaard –que comprendió muy bien la naturaleza de esa "profundiad superficial" que es el aburrimiento– prefería frente a ella la conciencia clara de la desesperación: sólo ese conocimiento nos ayuda a darnos cuenta de la inanidad de la existencia meramente estética, y nos empuja a "dar el salto" hacia la existencia ética, aquella en que, por primera vez, más allá del puro deseo de diversión y goce, tomamos la propia vida en serio.

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No hay desesperación más que mientras dura en contrapunto –aunque sea mínimamente– la esperanza. El que se aburre lo hace porque sigue silenciosamente incitado en su interior por ella. Y lo que esperamos es siempre algo que nos haga verdaderamente vivir. La vida es luz, paz, aventura, novedad, sorpresa. Vivir en sentido pleno es ser feliz, incluso aunque la felicidad no sea buscada como fin. La fórmula de la felicidad es: vivir alegre y en paz. Paz significa que no hay sensación negativa de falta. Si tuviéramos todo lo que se puede desear, no seríamos felices, porque ya no viviríamos, no gustaríamos algo tan propio de la vida como es la novedad, la sorpresa. Esta paradoja del deseo de felicidad, que pide tener y al tener se pierde, y que se presenta así como contradictorio, ha sido señalada por Schopenhauer y, en nuestros días, profundamente estudiada por Grimaldi.

La tesis clásico-cristiana al respecto es que la paradoja se salva, porque

existe una situación en la que el deseo "se sacia sin ser saciado". Es decir, se trata de una sensación de falta positiva; no carecemos de nada esencial, pero seguimos abiertos a la nueva sorpresa.

Este es el concepto de eternidad, que ya en su raíz griega indica la idea

de juventud. La eternidad es la juventud que no deja de serlo, que no envejece.

La vejez es propia del tiempo, lo mismo que la inquietud y la angustia.

La juventud desea sin sentirse frustrada, sino llena. La vida consiste en la energía del crecer que se obtiene de la apertura al otro (sin alteridad no hay crecimiento posible). Y sólo en esa apertura se da la alegría. Se puede tener placer en solitario, pero sólo en la amistad surge la alegría.

Desde esta idea de felicidad como paz y alegría vemos más claro que ella es lo contrario del aburrimiento y de la angustia. La felicidad es incompatible con la desesperación y, por eso, el que la vive transciende el tiempo.

Justamente por ello muchos la consideran imposible, sobre todo en la cotidianidad. Felicidad y cotidianidad, al ser según parece, excluyentes, mostrarían que no es posible una ética de la cotidianidad, al menos en el

sentido de la ética clásica. Algunos lo expresan con la conocida frase: "no hay felicidad, sino momentos de felicidad", en la cual sin duda confunden "momentos de felicidad" con "momentos de placer". La felicidad, ciertamente, no se da en el momento, sino en algo que se le parece, pero que no es lo mismo: se da en la eternidad.

La importancia del momento o el instante es grande en lo que se refiere

al tema que nos ocupa. Todos los puntos de vista temporalistas acerca de la vida humana han tenido que fijarse en él. ¿Es la cotidianidad una suma de instantes?

Eternidad e instante son conceptos muy cercanos. El primero señala un

más allá del tiempo y el segundo un más acá. Desde el punto de vista de la eternidad, el tiempo es un cierto "decaimiento" y empobrecimiento; desde el punto de vista del instante, el tiempo es una ampliación, una prolongación o una suma. Ni la una ni el otro son tiempo en sentido estricto, pero el tiempo no puede dejar de pensarse en relación a ellos. Nada es pensable sin límite, y el límite del tiempo es la eternidad o el instante. Por eso, ambos tienen una connotación espacial. En efecto, el más profundo límite del tiempo es el espacio. El tiempo es lo otro que el espacio, y el espacio lo otro del tiempo, pues no puede existir espacio sin simultaneidad, y ésta no es tiempo. Por eso pensamos la eternidad como un lugar -el lugar celeste- y el instante como un punto. Lo que se piensa, por tanto, en la idea de eternidad lo de instante es la concentración dinámica del existir. Entendemos el tiempo como dinamismo, y consiguientemente la eternidad y el instante como un "dinamismo concentrado".

Aristóteles sostiene esta tesis: la proté enérgeia, el acto primero, es eterno porque es "energía concentrada". Su opositor Epicuro mantiene la misma tesis, pero aplicada al instante. En efecto, este concepto —central en el fundador del "Jardín"— significa precisamente la concentración máxima del vivir, que —según él— se da en el placer. ¿Qué quiere decir cuando sostiene que el placer se da en el instante? No se puede referir a la duración cronológica, pues a veces el placer dura muchos segundos o hasta minutos.

Lo que quiere decir, a mí entender, son dos cosas: que en cuanto empieza a decaer la intensidad del placer, la "plenitud" de vida ya no está, y se "cae en el tiempo"; que en el placer se da el olvido de la dureza del pasado, presente y futuro. En este sentido, el instante de placer es extático, se sale del tiempo y es —si cabe hablar así— el olvido en forma pura. Por eso, en el placer, el presente —la presencia del sujeto es el presente— está sólo implícita, como dormida.

Aquí se ve bien la diferencia del instante con la eternidad pues ésta última no olvida pasado, presente y futuro, sino que los integra perfectamente.

La eternidad es el tiempo integrado -en el que el pasado no es nostalgia sino interioridad, y el futuro no es loca imaginación sino deseo perfecto- y por eso ha sido siempre interpretada como verdadera presencia, o amor, que es lo mismo. Interpretar la eternidad como mero presente, por el contrario, es lo mismo que confundirla con el instante.

El propio Nietzsche se dio cuenta de que no se trata de la misma cosa.

"Todo placer pide eternidad", dice. Si pide eternidad, es porque no la concede de por sí. Puesto que, para él, "en cada instante empieza el


 


 

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ser", aquello que podemos hacer es vivir los instantes de pasión, puesto que la voluntad de poder la define como "Affekt, Leidenschaft, Gefühl". Aquí aparece una cercanía entre Epicuro y Nietzsche. Su diferencia está sólo en el carácter positivo, de energía positiva, que Nietzsche atribuye a la pasión, mientras que el placer sigue teniendo un cierto carácter pasivo -lo que "me pasa"- para Epicuro.

En ambos casos, sin embargo, lo único que se puede hacer es repetir. Puesto que el instante no es capaz de integrar el tiempo —es menos que tiempo, a diferencia de la eternidad que es más— lo único que puede hacer

es repetirse. La repetición es un concepto y una realidad difíciles, pero sin

duda profundamente relacionados con la cotidianidad. Ésta, en efecto, se

funda primariamente en la repetición.

Repetir consiste en la vivencia temporal de la semejanza, en dirección al

futuro. Un grupo de seres semejantes colocados en el espacio forman una

multitud homogénea, pero sólo cuando se cuenta uno detrás de otro, o sea,

temporalmente, se da la repetición. Ella puede considerarse también en

dirección al pasado, y entonces se llama volver. Lo que vuelve es una repetición

mirada hacia atrás. En realidad, una y otra no pueden desligarse, pues

pasado y futuro dependen el uno del otro.

La conciencia de que los procesos vitales y cósmicos se repiten y vuelven

está firmemente anclada en nuestra vida. Vivimos en la repetición, habitamos

en ella. Es la cotidianidad. Volvemos una y otra vez a la misma casa;

repetimos una y otra vez las mismas acciones en la costumbre, en los hábitos

(habitación y hábito; Wohnung und Gewohnheit). La cotidianidad es la

síntesis de casa y hábito.

El problema está en que si vivimos según el instante, el pasado se aleja

irremediablemente. La memoria de pasado es la nostalgia de lo definitivamente

perdido, pues los instantes pasados son irrecuperables existencialmente.

Y el futuro está también siempre lejos, infinitamente lejos, porque

no hay continuidad entre un punto y otro punto. Nos gustaría continuar con

lo que vivimos en el instante, pero no se puede. Tanto hacia el pasado como

hacia el futuro la vida según el instante implica -como bien supo ver, de

nuevo, Nietzsche- cargar con la condición trágica. La única terapia es el

olvido o la minusvaloración consciente (otra forma de olvido) de pasado y

futuro. En otros términos, la única salida es vivir en un presente sin presencia.

La existencia momentánea sin auténtica presencia de uno mismo y de

la realidad circundante. No hacerse con la realidad, "perderse en el mero

presente". Es decir, no tomar en serio, no responder de verdad a los requerimientos

de pasado y futuro. El "perderse en una existencia meramente

presente" o "vivir simplemente al día", como se suele decir, es una expresión

de irresponsabilidad, originada en el miedo a enfrentarse con la dureza de

la realidad.

En efecto, no olvidarse, sino incorporar el pasado en forma de interiorización

requiere fuerza de espíritu. Lo fácil, lo débil es perderse en nostalgias,

en quejas y reproches a lo sufrido o en planes de venganza. Ninguna de

esas actitudes, tan comunes en la vida cotidiana de muchas personas, tiene

sentido. No logran nada real, sino sólo destruir. El único modo de no perder

la anterioridad es interiorizarla. Es también el único modo de aprender: el

pasado sirve sólo para aprender. Es lo que supo ver magistralmente Platón

con su teoría del saber como recuerdo. Lo que en la disgregación propia del

tiempo es lo anterior, es en la integración propia de la eternidad del espíritu

lo interior.

No perder el futuro, a su vez, es el verdadero sentido del trabajo. El que

desea sin seriedad, sin tomarse en serio el futuro, por defecto de grandeza

de ánimo, no responde a la llamada de lo que hay que hacer con un trabajo

auténtico. Se pierde en la facilidad y debilidad de la pereza, el desorden o el

activismo. Trabajar de verdad es responder de verdad, con grandeza, a

aquello a lo que me siento llamado. Eso exige esfuerzo y sensatez. Pero

exige también dejar de lado lo meramente posible, para atreverse a lo imposible.

Lo imposible es querer de verdad, lo cual está por encima de las fuerzas

humanas. Por eso, siempre se ha considerado como un regalo, un don, pero

un don al que hay que atreverse. En cualquier caso, ese querer transciende

el tiempo, porque lo integra. Es presencia, es eternidad. Mantenerlo en una

vida materialmente condicionada por la temporalidad es tarea difícil, pero

se ha de intentar lograr. Responder con cada acción cotidiana a esa eterni152

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dad del espíritu es un trabajo: trabajar es responder. Una cotidianidad

—una vida ordinaria, se puede también llamar— que no se apoya en el

instante, sino en la eternidad, ha de responder siempre en términos de

eternidad: ha de elevar el trabajo a espíritu. Ha de combinar la sensatez con

la locura, pues locura es intentar el imposible. La ética de la cotidianidad no

consiste en aceptar resignadamente la repetición. Tampoco consiste en

cumplir las obligaciones cada día, mediante el ejercicio de las virtudes. Eso

es ética en general. La ética de la cotidianidad consiste en primer lugar en

aprender prácticamente el sentido de la repetición.

Ella no es un mero conjunto de instantes, sino un volver a través del

cual poco a poco debemos interiorizar, aprender, lo que con el volver se nos

está queriendo enseñar. Si tantas veces vemos salir el sol de nuevo es tal

vez para aprender a valorar la luz y la novedad permanente de la luz. Por

eso es verdad el antiguo dicho de que "todo el que no aprende del pasado

está condenado a repetirlo". Y, por lo mismo, es cierto que sólo el que es

capaz de interiorizar es capaz de innovar, es decir, de trabajar un futuro

que no es pura repetición mecánica. Interiorización e innovación se corresponden

y coimplican: tanto más a fondo se da la primera, tantas más posibilidades

se abren para la segunda. Sólo el que quiere de verdad un saber —o

sea, que lo interioriza— da a luz novedades en él. Por el contrario, cuando

falta lo primero, surgen todo lo más ocurrencias, tan comunes ahora, particularmente

en el mundo del arte y de la llamada "cultura". Ellas llenan

nuestra cotidianidad actual. Y cuando ni siquiera hay ocurrencias, todavía

se puede tener un buen éxito convirtiéndose en transgresor.

Si es cierto que las dimensiones transcendental-antropológicas de la

realidad son lo bello, lo verdadero y lo bueno, se pueden buscar en ellas las

categorías de la cotidianidad. Nuestro día a día está impregnado de ellas. A

mi modo de ver, se pueden mencionar, al menos, las siguientes:

a) según la belleza: lo limpio y lo sucio

b) según la verdad: lo auténtico y el "pseudos"

c) según la bondad: lo ordenado y lo desordenado

La belleza es resplandor, que viene impedido por la suciedad; la verdad

es mediación, falseada por el engaño; la bondad es perfección, destruida por

el desorden. En la vida cotidiana, a veces se encuentra limpieza, "autenticidad"

y orden meramente exteriores, que no responden a lo interior. Constituyen,

por decirlo así, la hipocresía de esa vida. También se da lo contrario:

suciedad, falsedad y desorden afirmados abiertamente. Es lo que se puede

llamar el cinismo de la vida cotidiana. Más difícil —imposible incluso— es

encontrar limpieza, autenticidad y orden interiores que carezcan de manifestación

exterior, pero es bien posible que esa manifestación sea muchas

veces sorprendente, inusual, "original", y parezca desorden a espíritus

hipócritas, superficiales o rígidos.

Cotidianidad viene a ser sinónimo de vida ordinaria. Lo extraordinario,

en efecto, es lo que no se repite. Por eso, tampoco las acciones extraordinarias

se consideran trabajo, en el sentido común de este término, aunque

sean también actividad. Vida ordinaria, como lugar de la repetición, y

trabajo, como respuesta a los requerimientos que se presentan en la vida

ordinaria —donde el trabajo no es sólo, por tanto, el "empleo"— se implican

mutuamente. Por eso el domingo, en cuanto día extraordinario, es día sin

trabajo, pero no sin actividad.

Una vida cotidiana construida desde la mera repetición, es necesariamente

aburrida, y el trabajo —consiguientemente— pesado, fastidioso. Por

ello, quien la vive así busca evadirse de ella siempre que puede: vacaciones,

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viajes, jubilación. Son formas de intentar eludir lo que se experimenta como

dureza existencial. Pero ni las vacaciones se pueden convertir en fiesta, ni

el viaje pasa de ser turismo superficial ni la jubilación es otra cosa que

tristeza encubierta. La única ética que cabe ahí es externa, y puede darse en

varios niveles. Uno primero que consiste en soportar esa vida y atenerse a

las reglas básicas de convivencia. Otro, mejor, en el que se procura "llenar

el tiempo" con actividades de ayuda, o culturales.

Pero ni una ni otra ética son verdaderas éticas de lo cotidiano. Ésta se

logra al vencer la mera repetición, es decir, al elevar el tiempo a eternidad.

Sólo ahí hay fiesta. Y ahí no tiene sentido la jubilación. Tuve un maestro

inolvidable, hombre sabio, que afirmaba: "leí en la Biblia que el hombre fue

creado para trabajar, pero no encontré ninguna referencia a la jubilación".

También él mismo cuando ya estaba muy entrado en años de juventud, solía

decir: "cada día es mejor que el anterior, y todos son de primavera".

* * *

Rafael Alvira

Departamento de Filosofía

Universidad de Navarra

ralvira@unav.es

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